MI PRIMER POEMA



Verano de 1958
Monterrey N.L. México.

Cuando éramos pequeños, mis padres solían llevarnos al Centro Asturiano Español. Las mamás se reunían en un salón cerca del grupo de niños que se entretenían con juegos propios de aquella época y los papás se concentraban en otro salón donde tenían servicio de bebidas. Yo había estado jugando con algunos niños al juego de las sillas. Para quienes no lo recuerden, les diré que se colocan tantas sillas como niños menos uno.

Si éramos diez niños, se colocaban nueve sillas. Las sillas se disponían en hilera pero se alternaban de modo que quedaban alineadas asiento, respaldo, asiento, respaldo etc. Al ritmo de la música dábamos vueltas alrededor de la sillas y cuando la música se detenía, todos tratábamos de sentarnos, el que no lograba sentarse, se salía del juego. Sólo quedábamos otro niño y yo, cuando paró la música, a punto de sentarme, agarré la silla con fuerza y el niño en su intento se cayó al suelo. Y ¡claro! me descalificaron a mí. Después del incidente, las mamás organizaron otro juego que me pareció muy aburrido y me fui al salón donde estaban los señores.

En una de las mesas estaba mi papá con otras personas que observaban atentamente a un hombre mayor bastante circunspecto. A mí me llamó la atención el señor porque sus ojos notoriamente veían en direcciones opuestas. Un mesero había traído bebidas y botana y yo aproveché la situación para quedarme muy bien portada junto a mi papá. Algunos de los señores hablaban al mismo tiempo hasta que se hizo el silencio. El hombre de marcado estrabismo, quién tenía unos papeles entre sus manos, de inmediato comenzó a leer con tal tono de voz, que sentí que algo a nuestro alrededor vibraba notoriamente. Su voz aunque grave era muy melodiosa, y sus palabras estaban llenas de una musicalidad que embriagaba a tal grado que sentí deseos de llorar.

Después me dijo mi papá que ese señor era el gran poeta español PEDRO GARFIAS y que el poema que había leído se llamaba:


 “CUANDO ME TIRO DE NOCHE…”

Cuando me tiro de noche
en el ataúd del lecho
que es menos duro que el otro
porque ya sabe mis huesos,
me pongo a mirar arriba
los astros de mis recuerdos.
 
Aquél que se abrió de pronto
cuando todo era misterio.
El otro que se apagó
antes de sentirse abierto.
 
A veces grito iracundo:
aquí me falta un lucero,
aquí me sobra una estrella.
¿Quién hizo este firmamento?
 
Una voz piadosa dice
que no es cielo si no techo.
—Por mi vida, grito yo,
dejadme saber mi sueño.
Donde yo pongo los ojos
todo es cielo—.

Ese glorioso día descubrí la poesía.

Una semana después intentaba escribir algo que pudiera ser tan sonoro y emotivo como el poema de Pedro Garfias, pero lo único que lograba era garabatear palabras sin sentido sobre una hoja en blanco. No podía concentrarme porque a lo lejos se escuchaba música de un radio que alguien tenía a todo volumen. Así que me metí a mi refugio favorito: el closet. Era un cuarto lo suficientemente amplio como para sentarme sobre unos almohadones con las piernas bien estiradas. Había resuelto el problema del ruido, sin embargo, la ropa frente a mí que colgaba de los ganchos, alejaba mis pensamientos de algunos de los versos que aún recordaba con vívida intensidad.

Me levanté y desplacé hacia ambos lados la ropa dejando sólo a la vista la blanca pared. Nuevamente me senté entre los almohadones y cuando me disponía a escribir algo se fue la luz. Cerré los ojos con fastidio y cuando los abrí, algo espectacular, colorido y animado se movía en la pared. Entre aterrada y sorprendida, trataba de entender lo que mis ojos veían. Después de un rato, no daba crédito, incluso traté de ponerme de cabeza porque la imagen que reconocí estaba al revés. Era una visión exacta de la ventana de la recámara, con todos los detalles que siempre solía ver a lo lejos y, el nítido paisaje de un árbol frondoso moviéndose por el viento.

Sin apartar la vista de la pared, me dí cuenta que una figura se movía en esa especie de insólito cinematógrafo. Era Manuela al revés, la muchacha del aseo que había entrado a la recamara. Estuve a punto de reírme cuando se abrió la puerta del closet. ¿Qué haces aquí, y por qué tienes tanto desorden? No terminaba de hacerme preguntas cuando le dije, ve la pared. ¿Qué vea qué? La pared. Pero en la pared ya no había nada, seguía siendo tan blanca como siempre.

Esa reveladora imagen fue el impulso creativo que me permitió descubrir la solitaria compañía del quehacer literario que me ha acompañado toda mi vida.

A la edad de doce años escribí mi primer poema:


UN MUNDO AL REVÉS
 
El viento mueve las hojas
de un frondoso árbol
y a lo lejos
las casas están al revés
todo
absolutamente todo
está al revés.
 

La ilusión de mi cinematógrafo me duró algún tiempo, hasta que en la secundaria, estudiando la materia de física, en el capítulo de óptica, descubrí que mi refugio favorito era una cámara oscura, o un gigantesco ojo donde la luz del sol al entrar por la ventana, actuaba como el cuerpo luminoso y la cerradura de la puerta era el orificio por donde los rayos luminosos penetraban oblicuos, invirtiendo la imagen que era proyectada en la pared.

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